miércoles, 24 de junio de 2015

Justicia cósmica

Te juro que yo no maté al loro. No negaré que he deseado hacerlo desde que pronunció sus primeras palabras, pero como estabas tan encaprichada con el dichoso pájaro, no podía más que mirar y sonreír a modo de aprobación. Ahora, que disfruté como un enano viendo cómo el gato le partía el cuello en un solo movimiento, lo desplumaba, lo vaciaba con una cuchara sopera y lo rellenaba de un estupendo sofrito a base de cebolla, ajo, tomate y pimentón de varios colores… Que la espera durante la cocción fue agónica y lloré su muerte durante ese rato con una buena cerveza… Que pasado el tiempo indicado en la receta, clavé el tenedor para acabar definitivamente con su sufrimiento y de paso cerciorarme de que estaba en su punto… Que me lo comí con todo el dolor de mi alma y una buena hogaza de pan de pueblo… No, todo eso no puedo negarlo; así fue como el gato acabó con tu loro.

Sobrevivir al amor

La esposa y madre amantísima dedicaba cada minuto del día a su familia, a su hogar y a sus labores. Sacaba tiempo para todo, desde los guisos más exquisitos ya fuera para cinco o para cincuenta, hasta la perfección en cada encaje que más tarde adornaría hasta más ínfimo rincón de su casa. Por la noche, después de bañar a los pequeños, masajear cuidadosamente sus cuerpecitos y ponerles el pijama, les daba la cena, siempre una obra de arte, con las verduras estratégicamente disimuladas tras caritas sonrientes. Los niños estaban bien alimentados, «El cariño», decía, «es el mejor de los aliños». Cuando terminaba de acostar a su prole, se dedicaba por completo a su marido. Su cena, arquitectura efímera de caldos variados y segundos construidos meticulosamente, eran siempre del agrado del buen hombre. Le sonreía mientras comía, con cada bocado un cumplido, algo que detestaba. «No hay cosa más asquerosa que un hombre hablando con la boca llena», se quejaba siempre en secreto, pero agradecería los cumplidos mientras ella se alimentaba a base de verduras cocidas, eso sí, bien escogidas, cada noche de un color para no caer en la rutina. Después del postre, su marido consumía la noche en el salón, no importaba lo que echaran en la televisión, ni siquiera si le gustaba, lo importante era perder su atención entre los decibelios, siempre altos de más según su mujer. Mientras, ella se dedicaba a terminar de limpiar los cacharros y recoger la cocina, a fregar los suelos, a planchar… A lo que hiciera falta, y siempre sacaba tiempo para coger los bolillos.