jueves, 12 de marzo de 2015

Adicción

—Chico, ponme otra —pidió señalando la copa vacía.
—¿No cree que ya ha bebido bastante? —sugirió el camarero.
—Creo que lo que tienes que hacer es servirme y dejarte de rollos.
El muchacho se volvió y cogió una botella con la etiqueta ilegible de la repisa más alta. Dentro bailaba un licor espeso que cambiaba de color dependiendo de dónde recibiera la luz. Rellenó el vaso hasta la mitad.
—Hasta arriba —indicó el borde del cristal con su índice.
—Lo que usted man...
—Y déjala en la mesa, así no te molestaré durante un rato —le cortó.
El hombre bebía sin tregua, a veces a sorbos, otras de un trago. Reía en ocasiones, lloraba siempre después de vaciar la copa de golpe. Cuando casi había terminado con el brebaje, sacó del bolsillo de la chaqueta una fotografía. Repasó los rostros: él, su exmujer y sus tres hijos aún pequeños. «Entonces éramos felices, ¿recuerdas?».
—Chico, déjame un boli —exigió sin dejar de mirar el retrato.
Empezó a escribir algo en el reverso. Su mano temblorosa y las lágrimas hacían difícil conseguir una buena caligrafía. Cuando acabó, cogió una servilleta de la barra y volvió a llamar al camarero mientras anotaba algo con prisa.
—Oye, ¿te importaría enviar la foto a la dirección que te he apuntado aquí? —preguntó a la vez que la envolvía con la servilleta manuscrita.
—Claro, no hay proble...
—Y abre otra botella de ese veneno —volvió a cortarle.
Con cada nuevo trago, el hombre se retorcía de dolor. Se levantó del taburete e intentó llegar al baño, pero no pudo. Se agarró a la barra, sujetó su vientre y sin poder evitarlo, se puso a vomitar en mitad del bar. Con cada arcada, salían excusas y mentiras, voces y reproches.
—¡Pero qué...! —el camarero salió con fregona en mano.
El borracho trató de avanzar balbuceando disculpas, pero de nuevo el dolor hizo que se doblara. Más mentiras, golpes, borracheras y abusos salían de su boca sin control.
—Venga, tío, vuelve a tu taburete —le acompañó y le ayudó a sentarse.
Dejó caer los brazos sobre la barra y recostó su cabeza sobre ellos. Observaba al chico mientras recogía sus miserias del suelo; al poco se quedó dormido.
Cuando acabó de fregar, el camarero se acercó al teléfono y llamó a alguien:
—Será mejor que vengas a buscarle.


Cuando llegué el hombre seguía dormido.
—Entiendo que es este — dije dirigiéndome al chico.
—Es obvio, ¿no? —respondió sin mirarme.
—Vamos, voy a llevarte a casa.
Eché uno de sus brazos sobre mi hombro y le levanté. Apenas podía andar. Tardamos bastante en llegar. Abrí la puerta y entramos pegando nuestros cuerpos.
—Dios, cada vez me da más asco este olor —exclamé evitando el hedor del aliento del borracho.
Le tendí sobre la cama y le coloqué un poco la ropa para que estuviera presentable cuando le encontraran. Con un simple roce de mi guadaña le arrebaté la vida y me fui por donde había venido.


Días después, alertados por el olor desagradable que provenía de su piso, los vecinos llamaron a la policía. Encontraron su cuerpo hinchado y con un color amarillento. La autopsia reveló que había muerto de una extraña afección, una especie de cirritis que había afectado al corazón, y es que este borracho murió por una sobredosis de tristeza embotellada y con una etiqueta ilegible.


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