domingo, 9 de febrero de 2014

En el cuerpo, en la memoria

Llevo tres días sintiendo una extraña sensación. Al principio era tan leve que apenas le di importancia, pero en cuestión de horas empezó a complicarse. Las molestias se hacían más vívidas y concentradas durante los sueños. Cuando empezó, traté de controlar sus efectos. Era un dolor agudo, con horribles punzadas que atravesaban solo mi parte derecha mientras la izquierda permanecía dormida. Podía notar cómo hacían reacción las drogas que no había tomado. En las peores pesadillas, miraba a uno y a otro lado y veía agujas clavadas en ambos brazos. Fiebre, escalofríos, la tensión descontrolada. Más drogas. Oía mi nombre a lo lejos y en esos momentos de mi propia ausencia, ya no sentía ni las bofetadas. Sabía que el perdón era necesario porque no me agredían sin razón; de mi consciencia dependían mi vida y la de él.
Sí, ahora recuerdo… Ahora sé el porqué de esta sensación. Miro el reloj. Aún me quedan algunas horas de lucha. De pronto, el miedo se ha disipado;sé cómo acaba la historia y no puedo dejar de sonreír.  Lo único que no ha cambiado en estos casi 365 días es la asunción del peligro. Yo sigo aquí, él está con nosotros. Esta historia tiene un final feliz.


miércoles, 5 de febrero de 2014

El incidente

Fue apenas un segundo; un escalofrío. Sentí el aguijón clavándose en mi nuca. Rápidamente me llevé la mano a la zona y de un manotazo hice desaparecer a mi agresor. Mi acompañante, sorprendido por el golpe que yo mismo me había asestado, me preguntó:
—¿Te pasa algo? —No, no sé. Creo que ha sido un mosquito.
—Debió ser uno grande —afirmó con cierta sorna.
—No sé el tamaño, pero cabrón…
Nos despedimos. Avancé sólo unos pasos; el escozor se hizo insoportable. Volví a llevar la mano a la nuca, esta vez con suavidad. No noté nada, ninguna hinchazón que delatara la embestida. Me quité la bufanda y dejé que el frío me consolara.
En el siguiente cruce, me paré a esperar el paso para los peatones. Una mujer se detuvo a mi lado. Detrás de ella, asomó una niña que no dejaba de observarme.
—Mamá, ese señor suena —le dijo a su madre con voz chillona.
La madre se acercó a mí y empezó a olisquearme.
—Dijo «suena», no «huele» —corregí su actitud.
—¿Disculpe? —se hizo la ofendida.
El semáforo empezó a sonar. Cruzamos a distinta velocidad para no coincidir, pero la pequeña insistió: «Ese señor suena, mami. Ese señor suena…». Si hubiera podido, le habría dado una buena bofetada, pero me sentía taaaan cansado. Fue entonces cuando, al ver mi reflejo en un escaparate, me di cuenta de que algo no iba bien. Caminé a paso lento observando cada parte de mi cuerpo. Perseguí mi imagen —o lo que quedaba de ella— a lo largo de la vitrina; al girar la esquina, en los último cinco metros de exposición, conseguí oír el sonido al que se refería la mocosa. Toqué con mi índice detrás del cuello y cuando la cadencia varió me di cuenta de que me estaba desinflando. Corrí hacia mi casa con las escasas fuerzas que me quedaban. Solo dos calles, solo dos. Poco antes de llegar a mi portal ya me había convertido en una alfombra.
En la plaza, justo delante del banco donde solía sentarme a leer el periódico los domingos, un vagabundo recogía mis restos, los estiraba aireando con fuerza mis extremidades y se envolvía conmigo para acostarse sobre su improvisada cama.