miércoles, 10 de septiembre de 2014

Inquietudes

Laura tenía inquietudes como cualquier chica de su edad, pero tenía una extraña costumbre a la que los suyos no terminaban de acostumbrarse: gustaba de consultar las esquelas. Cada día desde hacía años, primero a la vuelta del colegio y más tarde del instituto, examinaba las defunciones. Si sus tareas se lo permitían, se acercaba al tanatorio y se daba una vuelta entre los amigos y familiares del fallecido, observando sus caras, sus gestos, sus comentarios. Buscaba algo o alguien, aún no lo tenía claro.
Tampoco sabían que esa «inquietud» le había llevado a experimentar con la muerte. Con apenas ocho años arrojó al gatito de su hermana desde el balcón de su piso, un noveno. Justo en el momento en el que el animal iniciaba el vuelo, Laura corrió hacia el ascensor con la estúpida idea de que llegaría a tiempo al último estertor del desgraciado, pero no fue así. Primer intento fallido. Aquel «accidente» pasó desapercibido en casa. Después vinieron pequeños experimentos con insectos que se le antojaron triviales para la Parca. A los doce por fin tuvo su primer contacto; con su abuelo en cama, muy grave, le dejaron despedirse. Ella, fingiéndose compungida, se acercó al moribundo y le susurró al oído cosas terribles, tanto que no me atrevo a repetirlas. El hombre, que no podía pronunciar palabra, tomó la mano de la muchacha con firmeza, como queriendo llevársela con él al otro mundo. Laura empezó a chillar. Sus padres trataron de que el abuelo la soltara, pero la tenía fuertemente agarrada. El forcejeo duró solo unos segundos. De pronto, el silencio. Se sintió satisfecha al notar cómo el frío pasaba hasta sus dedos. «Cariño, el abuelo ha muerto», sentenció su padre. Lloró, era lo más adecuado. Después sintió rabia, no encontró lo que esperaba; tampoco en el tanatorio.
A Laura le gustaban las despedidas, pero más aún las bienvenidas; estaba deseando saludar a la muerte.