miércoles, 30 de enero de 2013

Trabajando con secuencias...

I
«Ya sabes dónde está la puerta». Le dijo con el mismo tono con el que pediría un café en el bar. Sin sentimiento alguno. Solo se movió para colocar un par de cojines a su espalda. Se recostó sobre ellos y sacó un cigarro del paquete.
–¿Me dejas el encendedor? –le dijo a Elena.
Ella siguió recogiendo su ropa con cierta prisa sin prestarle atención. Pablo rió despreciando su gesto de falsa indiferencia. Aún podía notar su nerviosismo, su cuerpo tembloroso. Buscó en la mesilla de noche. Bajo la caja de condones sin abrir, localizó el mechero.
El olor a tabaco, unido al del sexo que aún permanecía en el dormitorio de matrimonio, espesó el ambiente. Elena sintió náuseas. Lo único que deseaba era marcharse de allí. La escasa luz de la calle que entraba por la ventana del dormitorio le obligó a utilizar el móvil a modo de linterna. Se agachó para alcanzar un calcetín que estaba debajo de la cama. Pablo aprovechó el momento y le dio un azote en el culo aún desnudo.
–¿Qué haces? ¡No vuelvas a tocarme! –le reprendió.
–Vamos nena, no seas mojigata. Aún podemos hacerlo mejor.
Elena se levantó rápidamente y comenzó a vestirse de espaldas, intentando ocultar su deshonra. Él volvió a reír, esta vez con más fuerza. Le dio una larga calada al cigarro y dejó caer la ceniza en el suelo. Ella deseó que ardiera.
–¿Nos vemos mañana? Lo hemos pasado bien, ¿no? –preguntó Pablo.
Elena no respondió. Hizo una bola con el jersey y lo metió en el bolso. Salió sin mirar atrás. Podía oír las carcajadas del muchacho resonando por el pasillo. En cuanto cerró la puerta del piso, rompió a llorar. Allí, en el descansillo, pensó que había sido un error, el peor que había cometido hasta ahora. Solo tenía diecisiete años, él diecinueve. De camino a casa, repasó los motivos que la habían llevado a aquel dormitorio. Quería conocer mejor a Pablo, le gustaba. Él supo engatusarla con piropos y buenas formas. Ella se dejó llevar por la inexperiencia. Del enamoramiento pasó a la vergüenza. ¿Cómo le diría a su familia que la habían violado?


II
A media mañana recibió un whatsapp de Elías: «Tenemos que hablar, pásate por el piso antes de comer. Tengo academia a primera hora». No añadió más, no hacía falta. Elena sabía perfectamente qué le preocupaba a su novio. Se presentó en su casa después de la última clase, a la que casi nunca asistía. Eran casi las tres. Apuró todo lo que pudo, así la charla sería corta. Al entrar, el olor a salsa cuatro quesos despertó su apetito. Cuando llegó a la cocina, vio una pila de cacharros en el fregadero y la sartén todavía humeando. Elías estaba sentado a la mesa terminando su plato. Al lado, había preparado uno para ella.
–Perdona que no te haya esperado. Llegas un poco tarde.
–Tenía una clase importante, la semana que viene tenemos un examen final e iban a repasar conceptos importantes.
–¿Cuándo empiezas las prácticas?
–No tengo ni idea, supongo que nos avisarán. ¿Era de esto de lo que querías hablar? –preguntó mientras dejaba la mochila en el suelo y se sentaba a su lado.
–Sabes perfectamente que no...
Siempre la misma historia desde el encuentro con Pablo. Todas sus parejas se quejaban de lo mismo: no se dejaba tocar. Llevaba casi cuatro meses saliendo con Elías y en ese tiempo no habían pasado de inocentes besos y algún que otro intento de rollo –con la ropa puesta– que siempre acababa en discusión. Era experta en inventar todo tipo de excusas para evitar acabar en la cama.
–¿Tienes que contarme algo? Me refiero a algo más, algún detalle que se te haya escapado –preguntó el novio.
–Ya te lo conté en su día –dijo ella sin mirarle a los ojos.
Sintió un escalofrío al recordar aquel encuentro. Le pasaba siempre. Se quedaba paralizada, se odiaba por desear. Y otra vez el miedo a pasar por la misma experiencia o siquiera parecida. Elías notó su reacción. Se levantó y se acercó a ella. «Vamos cariño, no pasa nada», le dijo con cariño. Elena se abrazó a él y comenzó a llorar.
–Te quiero, lo sabes –afirmó ella.
–Lo sé. Tómate tu tiempo, esperaré lo que haga falta. Pero hazme un favor, confía en mí.
Elena le miró a los ojos. «Primero tengo que aprender a confiar en mí misma».


III
El día de la graduación de Elena, Elías la invitó a cenar en un restaurante que le había recomendado su amigo Jorge: «Metro Bistró, en la calle Evaristo San Miguel. Es el sitio perfecto: comida clásica con un toque moderno, un entorno cuidado y de trato cercano. Lo pasaréis genial».
Tomaron un Muga de crianza y brindaron por el futuro. Cuando dejaron la cuenta sobre la mesa, Elías tomó la bandejita: «Te dije que invitaba yo». La camarera volvió a la mesa con las vueltas y dos copas de champán. «Espero que hayan disfrutado de la cena», guiñó cómplice el ojo a Elías y sonrió antes de marcharse. Elena tomó la copa y se la acercó a la boca.
–Espera, tengo algo para ti –le pidió su novio.
Sacó de la chaqueta un paquetito bien envuelto. Ella descubrió la caja y abrió la tapa.
–Elena, cásate conmigo.
Se quedó sin palabras. Elías sacó el anillo de la caja y se lo puso en el dedo índice. «Te queda perfecto».
Volvieron a casa dando un paseo, disfrutando de la noche madrileña. Cuando llegaron, se sirvieron una par de copas. Bebieron y rieron. El alcohol hizo su efecto y antes de darse cuenta, la charla dio lugar a los besos y a las caricias en el sofá. Elena, por primera vez en mucho tiempo, se dejó llevar. Elías la tomó en brazos y atravesó la jamba del dormitorio como si fueran una pareja de recién casados. La tumbó sobre la cama con cuidado y empezó a bajar la cremallera de su vestido. Ella le detuvo. Aún conservaba el puntito de cordura que ponía freno a su pasión.
–Ahora no... –Elías desesperó.
–Necesito, dame solo un segundo.
Ella se levantó y fue al baño. Él se quedó sentado sobre el colchón, repasando lo que había pasado hasta el momento, intentando encontrar el momento donde había fallado. Elena apareció por la puerta de nuevo. Había cambiado su vestido de gala por un salto de cama que dejaba adivinar sus curvas. Se acercó despacio hacia su ahora prometido.
–No te rías, ¿vale? Solo quería que la primera vez fuera especial.
Elías la tomó de la cintura y se besaron apasionadamente.

jueves, 17 de enero de 2013

El testamento

–¿Por qué siempre es tu hermano el que organiza las reuniones? –susurró Elena disgustada al oído de su marido.
–Cállate, te van a oír y no tengo ganas de discutir con nadie –le recriminó Lorenzo acomodándose en el sofá de cuero recién estrenado.
–Buenas tardes, ¿queréis tomar un café? –ofreció Lola, la cuñadísima, como Elena la llamaba, mientras dejaba sobre la mesita una bandeja con la cafetera y un par de tazas.
–¿A qué viene tanto misterio? ¿Dónde está mi hermano? –preguntó Lorenzo sujetándose las rodillas un tanto impaciente.
–Aquí estoy –dijo Antonio, entrando por la puerta seguido por Isabel, la pequeña de mis tres vástagos.
Transcurridos unos minutos, todos los miembros de mi familia se sentaron en torno al café recién servido y las últimas pastas navideñas. El primero en tomar la palabra fue el mayor. Antonio, siempre tan templado, tan cabal, hizo el anuncio del hallazgo de mi testamento. Lorenzo se hizo el sorprendido a pesar de que le advertí de mis intenciones el día que murió su padre, y su mujer, correcta como pocas, halagó mi buen hacer con una sonrisa forzada. La única que no abrió la boca fue mi pequeña. Supongo que no quería dar motivos a nadie; desde bien joven siempre fue una «rebelde sin causa», como le gustaba llamarse a sí misma y en estos tres años no había aparecido por casa salvo para pedirme dinero. Me dio gusto verlos a todos reunidos, probablemente por última vez en sus vidas, y mucho más después de conocer mis deseos póstumos. Casi me arrepentía de ciertas decisiones y más después de comprobar lo bien que lo habían organizado todo: el velatorio, la misa, las flores... ¡Hasta plañideras profesionales habían contratado! No me quedó otro remedio que hacer un trato con el Todopoderoso para retrasar mi acceso al Paraíso donde me esperaba pacientemente mi esposo. Quería despedirme a lo grande de mis hijos estando «presente» en la lectura de mi testamento.
–¿Testamento? ¿Contrató a un abogado? No creo que hiciera falta y más después de habernos hecho cargo de ella durante todo este tiempo –Elena daba por sentado que le correspondía más que al resto.
–No te pongas medallas antes de tiempo que todos sabemos que vuestro cariño tenía condiciones –contestó con malicia Lola.
La discusión estaba servida. No pasó ni un minuto cuando ambas mujeres empezaron a sacar todo tipo de trapos sucios. Para sorpresa de todos, la que puso orden fue Isabel.
–¿Por qué no os calláis? A mí me interesa saber cuáles fueron los últimos deseos de mi madre.
–Será la primera vez en mucho tiempo que te interesas por ella y no por su dinero –comentó Elena llevándose la taza a la boca.
–Cariño, cállate, anda –le repitió su marido sin ocultar su malestar.
Haciendo oídos sordos a mi nuera, Lorenzo abrió el sobre donde rezaba «Mi testamento. Léase en presencia de todos mis hijos, a ser posible una vez que haya muerto». Me senté a su lado, sobre el brazo del sofá, y leí al mismo tiempo:
«Queridos hijos:
Seré breve, tampoco hay mucho que repartir, pero antes de ir a lo que os interesa, quiero dejaros unas palabras de lo que a mí me interesa y nadie tuvo la amabilidad de preguntar. Estoy orgullosa de vosotros».
Lorenzo hizo una pausa y sonrió satisfecho, todos lo hicieron, como si lo que acababa de leer fuera una verdad absoluta.
«Sois buenas personas, mejores profesionales e inmejorables padres de familia...».
–Lo siento Isabel, en ese párrafo no te incluye –interrumpió de nuevo Elena con sorna mientras su marido le daba un codazo con poco disimulo.
–¿Puedo continuar?
«En fin, que me alegra haberos conocido. Concluyo diciendo lo que estaréis deseando oír. Dejo todos mis bienes a Isabel».
Lorenzo paró en seco, yo empecé a reír. Obviamente no podían oírme. Mis nueras reanudaron la discusión y mis hijos se unieron indignados. Isabel permaneció callada. Me acerqué a ella y le acaricié el pelo, siempre me gustó ese olor a recién lavado. Intentó intervenir, pero los ánimos estaban demasiado caldeados y decidió marcharse. Cogió la chaqueta raída que remendaba en cada una de sus visitas y se fue sin decir adiós. Antes de salir de la casa, se miró al espejo. Comprobamos el extraordinario parecido que teníamos: los ojos y esa sonrisa pícara. «Mis hermanos no van a cambiar nunca y sus mujeres... ¡Menudas víboras! Mi madre sabrá lo que se hacía al tomar esa decisión».

domingo, 6 de enero de 2013

La lluvia

Te hablaré de la lluvia lejana,
de la que empapaba mi aliento
y adormecía el alma.
Era una lluvia discreta, silenciosa,
lenta como el tiempo.
Permanecía a mi lado en perpetua compañía,
en otoño eterno.
Hasta que amaneció.

Cada gota tiene un destino, un fin último.
Quizá fuera despertar los sentidos,
quizá limpiar los latidos.
Calando hasta los huesos
despertó mi corazón dormido.
Se abrieron puertas desconocidas,
ocultas entre las goteras de la tristeza
y se mostró el mundo.

Te hablaré de la lluvia de primavera,
la que embriaga los sentidos
y aviva los aturdidos sentimientos
del letargo de la melancolía.
En la tímida caída respetando los espacios
que nos unen y nos separan,
me recuerdan a cada paso
que estoy, que sigo viva.

Vuelven a revolverse las mariposas
tintando los verdes campos de azules
entre amapolas encendidas de pasión,
amarillos girasol indicando el camino
y al final... Al final te encuentro.
«¿Dónde has estado todo este tiempo?
Deja el paraguas y camina conmigo,
la llovizna será nuestro sino».