Un rincón para la palabra, el silencio, para todo aquello que nunca nos dijimos...
jueves, 20 de diciembre de 2012
miércoles, 19 de diciembre de 2012
La silla de ruedas
Publicado por
Arioleta
Oí
a la muchacha llamando a su perra, sabía que estaban cerca. «Muy
bien Lola, junto». Se aproximaba hasta a nosotros, podía oír sus
pasos y al animal jadeando detrás de ella, exhausta tras la carrera.
Al llegar a nuestra a altura insistió, como tantas otras veces, en
el saludo educado con una sonrisa inocente: «Buenos días». Esta
vez le respondí, su insistencia lo merecía. Nos adelantó unos
metros y al llegar al borde de la acera, ordenó a Lola que se
sentara; la perra obedeció y se quedó mirándola, esperando una
recompensa. No pude contener la risa, me recordó los tiempos en los
que iba de caza de con mi padre y, a su silbido, todos los podencos
corrían hacia nosotros, quedándose inmóviles, esperando, como
ella, algo que echarse a la boca. La muchacha se volvió y me sonrió;
no podía saber lo que pasaba por mi cabeza, pero parecía satisfecha
del resultado de su orden. Mi sonrisa era su recompensa.
Aproveché
su siguiente mandato: «Cruza», para pedirle a Sara que tomara el
andador y se incorporara. No me hizo caso, siempre la excusa del
cansancio. «Cariño, haz un esfuerzo», le insistí. Miró hacia el
otro lado despreciando mis palabras. Detestaba esa actitud. «¡He
dicho que te levantes de una maldita vez!». Mis palabras resonaron
por todo el paseo. La muchacha, ya en la otra acera, se volvió
sorprendida. Sara se levantó rechinando los dientes. Retiré la
silla y me senté, necesitaba meditar un segundo. «Camina, solo unos
pasos», le dije. Avanzó con dificultad, esbozando maldiciones en
cada movimiento. Y la odié, tanto como cada día a esta misma hora,
en este mismo lugar.
La
mirada de la chica, aún fija en mí, denotaba cierta inquietud. Su
prudencia la mantenía alejada. Le puso la correa al animal y antes
de seguir su camino, me miró y parpadeó despacio. No me gustó
aquel gesto, detestaba inspirar lástima. La rabia en mis manos
arrancó la carrera de las ruedas y me dirigí como un loco hacia la
carretera. No miré. El sonido del claxon, los gritos de mi mujer y
los insultos del conductor que había reaccionado a tiempo hicieron
levantar el vuelo de las pocas perdices del descampado que Lola había
dejado en paz. Desde el otro extremo de la calle, la muchacha me
miraba sorprendida y Sara insistía en que volviera a su lado:
«Vuelve, no aguanto más tiempo de pie».
miércoles, 5 de diciembre de 2012
El jardín secreto
Publicado por
Arioleta
Las dos pequeñas hurgaban bajo la capa de pintura que se levantaba
hacia la mitad de la escalera. Eli arrancaba los pétalos de una de
las margarita que acababan de descubrir. Las risas parecían disipar
la tristeza del manto gris que lo cubría todo. Entre el último «me
quiere, no me quiere», la abuela apareció clavando su bastón en el
suelo con severidad. El golpe resonó por todos los rincones, hasta
la virgen de la Merced se encogió de hombros. Silencio, solo el eco
que se extendía como un alud descontrolado.
–¿Qué hacéis ahí? ¡Responded ahora mismo! –gritó Caridad.
Las niñas no dijeron nada, se quedaron atrapadas por el miedo,
uniendo sus manos para protegerse. La abuela insistió con más
dureza. Los escalones se congelaban a medida que su voz ascendía por
la escalera.
–¿Os he dicho que qué hacéis ahí? ¿Acaso no tenéis lengua?
¿No os ha enseñado vuestra madre a obedecer? ¡Responded ahora
mismo, he dicho!
–No... Nosotras sólo jugábamos con las flores.
–¡Qué flores ni qué ocho cuartos! Bajad aquí ahora mismo, os
voy a dar un buen azote por estropear la pintura.
María no lo pensó dos veces, salió corriendo hacia arriba
buscando la protección de su madre. No controló su impulsó y Eli,
aún amarrada a su ramo de margaritas, perdió el equilibrio y cayó
escaleras abajo. Según descendía, su pequeño cuerpo iba
envolviéndose del polvo mortecino. Caridad, que hasta entonces no
había movido ni un músculo de su cuerpo, echó mano de su rosario y
empezó a rezar. De nuevo el silencio. La quietud dio paso al
desasosiego. María empezó a chillar. La abuela esperó a terminar
su plegaria. Eli no se movía. La madre apareció en el piso de
arriba y al ver a su pequeña inerte, corrió escaleras abajo.
–¡Caridad, haga algo por Dios! Salga a pedir ayuda –dijo
mientras cogía a su hija entre sus brazos y la mecía.
La abuela soltó el bastón y se dirigió al despacho. Repasó una
vez más la caja de puros. «No ha pasado nada, no ha pasado
nada...», decía mientras sobre su mejilla derramaba una única
lágrima.
La abuela
Publicado por
Arioleta
Cada vez que Caridad entraba en la casa hasta las ratas contenían el
aliento. Cerraba de un portazo para avisar de su llegada. El ritual
de costumbre: sacar su viejo rosario y rezar ante la imagen de la
patrona una de las mil plegarias que se sabía. Lo hacía en voz
baja, con cierta musicalidad, y sin levantar la mirada del suelo. Al
acabar, se persignaba a toda velocidad y volvía a guardar el rosario
en un bolsillo interior de su uniforme de luto. Después se dirigía
al despacho y tomaba el bastón de su difunto marido a modo de
báculo. No le hacía falta para caminar, a pesar de su avanzada edad
mantenía su físico tan rígido como su carácter; solo era la señal
de que la que mandaba allí era ella. Antes de salir de la
habitación, abría la caja de Cohibas que había en la esquina de la
mesa de oficina y repasaba el número de puros para asegurarse de que
nadie había tocado donde no debía. Guardaba los puros que un
antiguo socio le regaló a su marido Rafael como si fueran un tesoro,
pero el abuelo nuncó llegó a fumarse ninguno.
La casa
Publicado por
Arioleta
La casa vieja y destartalada era una cicatriz en el calle principal
de Herencia. La herida, siempre abierta, permanecía en el interior.
La autoridad con la que la abuela gobernaba la casa y a todos sus
habitantes se hacía patente en cada rincón. «Austeridad» era su
palabra favorita. No había adornos ni cuadros colgados, ni siquiera
fotografías o retratos. Un manto grisáceo lo cubría todo, el polvo
era el único ornamento. Jamás se cambió nada desde que se abrieron
sus puertas y se cerraron sus ventanas, los muebles comidos por la
carcoma pedían auxilio a gritos, la anea de las sillas descubría
sus hojas secas como venas muertas, no había calefacción ni agua
corriente. Se respiraba frío de forma constante, quien entraba a la
casa no volvía a ser el mismo. Un detalle escapaba a la mirada
severa de la matriarca: el papel pintado que en el algún momento
lució en las paredes intentaba escapar a imperfectas manos de
pintura. Las pequeñas florecillas impresas, muchas marchitas,
asomaban tímidamente invitándome cada vez que bajaba las escaleras
a descubrir el jardín oculto.
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