jueves, 25 de noviembre de 2010

La leyenda de doña Inés de Albizu y Martín de Vera

Sabed vosas mercedes que aquella, doña Inés de Albizu y Martín de Vera, natural de Valencia, fue la dama más hermosa jamás conocida en este reino. Se dice de su belleza que sobrepasaba lo natural, tanto que quizá fue la razón por la que jamás halló el amor verdadero ni caballero alguno que se desposara con ella. Cuentan las malas lenguas que vivía presa de un hechizo que la atrapó para siempre en su propia hermosura, que fue joven hasta su muerte y sobrevivió a todas sus hermanas que sí desposaron y tuvieron familias numerosas.
¡Cuan grande sería su desdicha al verse siempre tan sola...!
Sabed de doña Inés que, aparte de belleza, poseía otras grandes cualidades. Era distinguida y honrada en su carácter, educada en sus formas y digna hija de linaje y condición por su ascendencia noble.
Pero lo que alimentó la leyenda de esta dama no fueron sus virtudes ni su fama, sino su tendencia a vestir siempre de luto. Y es que algunos desvergonzados se empeñaron en asociar su nombre a una leyenda negra: todo caballero que la pretendía, caía muerto a sus pies. Y no estaban faltos de razón porque así era; durante sus años mozos todo aquel que osaba cortejarla yacía finalmente bajo su balcón. Algunos deslenguados pretendieron acusarla de tal despropósito, pero todos la defendían porque, ¿qué razón tendría para acabar con la vida de sus pretendientes sin tan siquiera haber amado?
Fueron muchos los que tomaron la iniciativa de asomarse a su balcón cual caballero parte a la batalla portando armas y escudos, quizá para defenderse del lado desconocido de la belleza de doña Inés. Pero toda armadura fue en vano y uno tras otro fueron cayendo cual flores marchitas en su jardín.
Fue así como se forjó la leyenda de doña Inés de Albizu y Martín de Vera.
...

Pero un humilde servidor conoce toda la verdad, así que dejadme que os desvele el gran secreto que ocultaba aquella dama.
Supimos de su belleza por lo que algún trovador anónimo se empeñó en convencernos.
Nadie se preguntó jamás porqué ni su propio padre, que tanto la amaba, presumía de un retrato de ella al igual que de las otras hermanas. Dicen los rumores que era para salvaguardar su belleza, pero os aseguro que había un motivo más oscuro tras esa decisión.
Nadie jamás osó siquiera apartar el velo negro de su rostro para asegurarse de la leyenda.
Y es que no existía tal belleza; la pobre Inés era fea, pero fea fea y es muy probable que fuera su padre ese trovador desconocido que con intención de proteger su linaje ocultara la feúra de su hija.
Pero, ¿cómo habrían de morir todos aquellos caballeros? Porque es bien cierto que hasta su balcón trepaban y ella, deseosa de amar y ser amada, se dejaba agasajar hasta que en un arranque de locura se destapaba el rostro y los jóvenes ante tal sorpresa perdían el equilibrio y erraban al intentar agarrarse a la baranda acabando con el fatal desenlace que todos conocemos.
Pobre doña Inés, acabó siendo hermosa sin serlo y más sola que si hubiera sido fea como era.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Vuelvo en breve

Adela salió de casa sin un destino concreto, simplemente empezó a caminar en la misma dirección que llevaba la primera persona con la que se cruzó. Era una tarde desapacible, fría; una tarde típica de otoño. Llevaba solo una chaqueta fina que se empeñaba en estirar esperando que abrigara algo más, pero no era suficiente; bajaba la vista y seguía caminando hacia ninguna parte.
Nada presagiaba su fin. El día había sido como otro cualquiera: rutinario. Madrugar, llevar a los niños al colegio, recoger la casa, hacer la compra... Todos los días las mismas tareas, todos los días los mismos sentimientos. Y es que Adela se sentía sola a pesar de su matrimonio y su familia. Su marido se había vuelto silencioso y pasaba más tiempo fuera que dentro, y cuando compartían mesa parecían auténticos extraños. Sus hijos, ya en la E.S.O., empezaban a necesitarla cada vez menos.
Adela se sentía fuera de lugar. Salió de casa sin destino, ¿o quizá sí? Después de un rato de calles sin nombre, de plazas vacías bajo una lluvia fina que calaba hasta los huesos, levantó la mirada y sonrió. Decidió a dónde ir y casi corriendo se dirigió hacia el puente peatonal que cruzaba la vía del tren. Según se iba a cercando iba acelerando el paso, inconscientemente, hacia su fin. Ya en lo alto, se detuvo. Miró al infinito y sin pensarlo dos veces se arrojó a la vía justo antes de que pasara el regional con destino Madrid.
Nadie la vio, nadie se dio cuenta de su decisión. En su casa no la echaron de menos hasta el día siguiente.
Adela se fue sin decir adiós, pero antes dejó las camas hechas y la cena preparada, y sobre la mesa, una nota que rezaba: «Salgo a dar una vuelta, vuelvo en breve».

lunes, 8 de noviembre de 2010

Silencio, se ha ido.

Silencios forzados que nos recuerdan su ausencia...
La muerte se lo llevó al fin el miércoles pasado obligándonos a perder el rumbo de los días, apagando nuestras risas por un tiempo prudencial. Hicimos un esfuerzo por recordar lo bueno, sentándonos todos juntos a la misma mesa. Pero todo fue en vano, a día de hoy seguimos callados.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Creía de la muerte...


La pensaba humilde, la esperaba comprensiva. Siempre la imagino agridulce, regalándonos un final sin dolor, paliando la falta del ser amado o llevándoselo para aportar «nuevos» argumentos.
Pero no, la muerte es cruel, es egoísta y maliciosa. Ayer la vi, junto a su cama, agarrándole el corazón con fuerza, soportando su dolor hasta el último aliento que, mientras no llega, alarga una agonía insoportable.
Él ya no conoce, no responde, no cavila. Se remueve sobre el lecho con palabras no dichas, masticando recuerdos que se escapan de su aliento, consumiéndose entre un dolor oculto por las drogas.
«Ese hombre de ahí no es mi padre». Dije en alto y mientras todos se volvían hacia mí castigándome con la mirada, distinguí los ojos de la muerte, satisfechos, convenidos, orgullosos... Y la odié.