Y tras tu marcha quedó el silencio.
Quedó la tortura, la amarga soledad de quien se sabe en vida muerto.
Y no tengo palabras para describir lo que siento,
ni lo que quiero ni lo que puedo
querer o no querer, poder o no poder...
¿A quién le importa si permanezco?
Sólo oigo una voz en mi cabeza
que tenaz me recuerda, una y otra vez,
que no estás, que no volverás...
¿Qué me queda con tu asencia?
Una casa pequeña, que vacía es eterna,
una mirada cansada que ya no dice nada,
ni siquiera la palabra marchita
ni la voz que la diga.
Esto es morir en vida.
Un rincón para la palabra, el silencio, para todo aquello que nunca nos dijimos...
miércoles, 18 de abril de 2007
Rima absurda
Publicado por
Arioleta
Me buscas, poeta, con tu silencio encantado
y el fresco olor a lluvia que quedó tras la tormenta.
Me buscas en cada palabra que escribo,
escondiendo la rima absurda
de mis miradas y tus recuerdos
intentado hacerlas una
para deleitar a quien nos busca
sin sabernos en vida, ni tan siquiera muertos.
y el fresco olor a lluvia que quedó tras la tormenta.
Me buscas en cada palabra que escribo,
escondiendo la rima absurda
de mis miradas y tus recuerdos
intentado hacerlas una
para deleitar a quien nos busca
sin sabernos en vida, ni tan siquiera muertos.
jueves, 5 de abril de 2007
Con tu mirada me basta
Publicado por
Arioleta
Caminando entre recuerdos encontré tus miradas... De entre todas las fotografías del viejo álbum, elegí la más hermosa y la saqué para colocarla en el único marco que con un dibujo decoraba mi salón. Al principio, sólo lo miraba al pasar por delante o cuando tocaba limpieza porque el polvo acumulado me impedía disfrutar de tu sonrisa.
Con el paso de los años, el tiempo y el cansancio hicieron mella en mi cuerpo. Ya no salía tanto, ni me entretenía con las amigas. La soledad se convirtió en mi compañera más fiel. Con tanto tiempo por delante y sin mucho que hacer, decidí retomar labores abandonadas. Saqué de nuevo el punto de cruz y aunque me costaba más fijar la vista poco importaba, no tenía prisa. El mejor sitio de luz que tenía mi pequeño piso estaba en el salón, pegado a la terraza. Todos los días, hora tras hora, entre enhebrar, coser, cortar y volver a enhebrar, miraba tu imagen, esa mirada que fue tan mía, esa sonrisa que despertaba otra en mí. Pensaba en ti, en tu recuerdo, en tu compañía que tanto añoraba.
Sin saber ponerle fecha, comencé a llevarme el marco con su correspondiente foto a la mesita cada noche antes de acostarme; y, a la mañana siguiente, la colocaba de nuevo en la estantería del salón.
Una tarde, entre agujas e hilos, me pinché en un dedo y empecé a maldecir.
—¿Te das cuenta para lo que quedan los viejos? ¡Para nada! Para morir desangrados por el pinchazo de un alfiler. Hubiera deseado que fuera rueca para dormir eternamente y que tú..., tú vinieras a por mí.
Me encontré abrazada a la foto, llorando, hablándote bajito de lo mucho que te amé. A partir de entonces me acompañabas a cualquier parte. Me las apañé para ponerle una cinta al marco y así llevarte colgado constantemente. Te hablaba y, a veces, creía que me respondías. Incluso, juraría que cambiaba la expresión de tu cara. ¡Qué tonta soledad, que me transformaba en loca solitaria!
Los vecinos empezaron a sospechar, según ellos, que algo no iba bien. Una voluntaria de Cruz Roja que solía venir una vez al mes a ver qué tal estaba, empezó a hacer sus visitas prácticamente diarias, tanto que una ocasión se me ocurrió no abrir la puerta y lió una buena llamando a ambulancias y bomberos temiéndose lo peor...
¿Por qué no pueden dejarnos solos? A mí con tu mirada me basta.
Con el paso de los años, el tiempo y el cansancio hicieron mella en mi cuerpo. Ya no salía tanto, ni me entretenía con las amigas. La soledad se convirtió en mi compañera más fiel. Con tanto tiempo por delante y sin mucho que hacer, decidí retomar labores abandonadas. Saqué de nuevo el punto de cruz y aunque me costaba más fijar la vista poco importaba, no tenía prisa. El mejor sitio de luz que tenía mi pequeño piso estaba en el salón, pegado a la terraza. Todos los días, hora tras hora, entre enhebrar, coser, cortar y volver a enhebrar, miraba tu imagen, esa mirada que fue tan mía, esa sonrisa que despertaba otra en mí. Pensaba en ti, en tu recuerdo, en tu compañía que tanto añoraba.
Sin saber ponerle fecha, comencé a llevarme el marco con su correspondiente foto a la mesita cada noche antes de acostarme; y, a la mañana siguiente, la colocaba de nuevo en la estantería del salón.
Una tarde, entre agujas e hilos, me pinché en un dedo y empecé a maldecir.
—¿Te das cuenta para lo que quedan los viejos? ¡Para nada! Para morir desangrados por el pinchazo de un alfiler. Hubiera deseado que fuera rueca para dormir eternamente y que tú..., tú vinieras a por mí.
Me encontré abrazada a la foto, llorando, hablándote bajito de lo mucho que te amé. A partir de entonces me acompañabas a cualquier parte. Me las apañé para ponerle una cinta al marco y así llevarte colgado constantemente. Te hablaba y, a veces, creía que me respondías. Incluso, juraría que cambiaba la expresión de tu cara. ¡Qué tonta soledad, que me transformaba en loca solitaria!
Los vecinos empezaron a sospechar, según ellos, que algo no iba bien. Una voluntaria de Cruz Roja que solía venir una vez al mes a ver qué tal estaba, empezó a hacer sus visitas prácticamente diarias, tanto que una ocasión se me ocurrió no abrir la puerta y lió una buena llamando a ambulancias y bomberos temiéndose lo peor...
¿Por qué no pueden dejarnos solos? A mí con tu mirada me basta.
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